Colegio Abraham Lincoln

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martes, 3 de marzo de 2015

Cambiar una cultura de guerra por una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una educación masiva en que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los padres de familia.

En un momento tan álgido en nuestro proceso de paz, realmente construye no hablar de bandos, sino, de futuro. En el mensaje de hoy para la escuela virtual de padres, queremos compartirles la reflexión que hace el Premio Nobel de la Paz y expresidente de Costa Rica, Oscar Arias. En el marco de la reflexión sobre la paz en Colombia, que se realizó el pasado 24 de febrero en la Universidad del Rosario, el Premio Nobel comparte su posición frente al proceso de paz en Colombia, enmarcado en el dilema “Sancionar el pasado o habilitar el futuro”. Independiente de la posición política que podamos tener frente al proceso de paz en Colombia, consideramos imperativo trabajar sobre la conciencia, de que la paz no se consolida con la firma de unos representantes en la Habana, sino con el compromiso de cambiar una cultura de guerra por una de paz, que los acuerdos logrados en el proceso de paz deben estar acompañados de que todos somos formadores y que como lo manifiesta el mismo Arias “debemos formar seres humanos que entiendan la paz como la máxima expresión de sofisticación: no como la concesión de los débiles, sino como el logro último de los valerosos. En lugar de admirar los contornos de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar las condiciones de un acuerdo político. En lugar de celebrar las estrategias militares, deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas alturas es obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No necesitamos más guerreros, sino mejores ciudadanos. 


Discurso completo a continuación.

SANCIONAR EL PASADO O HABILITAR EL FUTURO

Por Óscar Arias
Expresidente de Costar Rica – Premio Nobel de Paz


Cambiar una cultura de guerra por una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una educación masiva en que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los padres de familia. No podemos formar las generaciones que sostendrán la paz duradera si no formamos pacificistas. En el mundo que los estudiantes de hoy heredarán, la cooperación entre las naciones y entre los individuos será un requisito para la supervivencia. Por eso debemos formar seres humanos que entiendan la paz como la máxima expresión de sofisticación: no como la concesión de los débiles, sino como el logro último de los valerosos. En lugar de admirar los contornos de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar las condiciones de un acuerdo político. En lugar de celebrar las estrategias militares, deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas alturas es obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No necesitamos más guerreros, sino mejores ciudadanos. 


Amigas y amigos:

Existen múltiples versiones del mito del diluvio, a través de los credos y las civilizaciones. Hay variaciones en la razón que ocasiona la ira de los dioses y acarrea el castigo de la humanidad; variaciones en la construcción del arca y en la duración de la inundación; variaciones en la extensión del daño y en la formulación de la alianza. Pero en el centro de la historia, en el corazón de un relato que ha sobrevivido milenios, está la imagen de un hombre, de un ser como cualquier otro, esperando pacientemente una señal de vida. 

En la oscuridad de un océano sin límites, en la desolación profunda, en el vacío que la duda invade como una densa bruma, aquel hombre otea el horizonte sostenido por su fe inquebrantable. Ese es el momento crucial de la historia, ya sea en el poema épico de Gilgamesh, en Mesopotamia; en las tradiciones védicas de Manu, en el hinduismo; o en la maravillosa epopeya de Noé, en las religiones abrahámicas. Ese momento en donde no hay certezas, en donde la evidencia apunta al fracaso, en donde los escépticos y los fatalistas se deleitan en formular sus umbrías sentencias, y en donde el héroe, a pesar de los augurios, confía y espera. Ahí se evidencia el carácter de una persona y de un pueblo: en esa vigilia en donde aún no llega el olivo y la incredulidad socava el anhelo.

Colombia es hoy como un Noé aferrado a la proa del arca. Un país en espera de una señal, cansado del diluvio y del estrago, pero al mismo tiempo asediado por el pesimismo de quienes desconfían del éxito de las conversaciones en La Habana. He venido aquí porque conozco los desafíos de la paz; porque sé que los acuerdos que ponen fin a la violencia tienen siempre aliados y detractores; y porque he comprobado que, en toda negociación hay voces que alimentan la fe y voces que siembran la desesperanza.
Hay quienes consideran que las negociaciones de paz son una expresión de ingenuidad, que no hay acuerdo posible con los agresores y que la única salida realista es apostarle al exterminio de las fuerzas enemigas. Hay quienes creen que es un error extender la mano a grupos que han incumplido acuerdos alcanzados en el pasado. Hay quienes sostienen que un cese al fuego sólo es deseable bajo ciertas condiciones. Yo entiendo su posición. Entiendo su temor a tranzar con bandos que, durante décadas, han teñido de luto a un país entero. Entiendo que es difícil vislumbrar un puente que acerque dos posiciones tan dramáticamente opuestas. Pero yo les aseguro que no son los primeros, y probablemente no serán los últimos, en sentirse de esa manera. Todo conflicto armado que ha sido resuelto a través de la negociación y la diplomacia se encontró, en algún momento, exactamente donde se encuentra hoy Colombia, vacilando entre el respaldo y el recelo. Hoy quiero decirles, con todo el poder de mi convicción, que la paz es preferible a cualquier alternativa.
Estoy consciente de que soy un extranjero en esta tierra. Sé bien que no he sufrido las terribles heridas de este conflicto. Sé bien que al pronunciar estas palabras tomo partido en un debate que sólo pueden resolver los propios colombianos. Pero confío en que mis palabras serán recibidas como lo que son: la opinión de un amigo que ha sido partícipe y testigo de múltiples procesos de paz y que ha aprendido que, más allá de los acuerdos específicos, el único elemento indispensable para poner fin a una guerra es querer la paz sobre cualquier otra presea.
No dudo que la gran mayoría de quienes vacilan ante un potencial acuerdo de paz en La Habana actúan de buena fe. Sería necio pretender que únicamente un bando tiene la razón absoluta en este debate, o que algunos exhiben toda la visión y otros padecen toda la miopía. Cuando negociábamos la paz en Centroamérica, mi gobierno debió enfrentar oposición no sólo de las dos grandes superpotencias de la Guerra Fría, empeñadas en demostrar su poderío en nuestro territorio, sino también a lo interno de las repúblicas centroamericanas. No había día en que no hubiera un editorial, una entrevista, un programa, un titular que advirtiera sobre los riesgos del Plan de Paz o sobre su inminente fracaso. En esto quizás somos presa de la falacia del historiador, de la tendencia a analizar eventos que ocurrieron en el pasado con la información de la que disponemos en el presente. En retrospectiva, parece obvio que los Acuerdos de Esquipulas II serían el inicio del fin de la guerra en Centroamérica. Pero yo les garantizo que, en su momento, muchos nos tacharon de ilusos y de tontos.
Vendrá el día en que las negociaciones de La Habana se estudiarán en las clases de historia. Vendrá el día en que se evaluará la postura de todos los que favorecieron u obstaculizaron este proceso. Y en ese día la paz en Colombia parecerá un resultado inevitable. Cuando finalmente acabe este conflicto, será difícil entender el debate que estamos teniendo hoy. Para alcanzar ese día, sin embargo, para inscribir este episodio en los libros de historia, es necesario garantizar una paz duradera, una paz irreversible, una paz que, parafraseando a Octavio Paz, no sólo logre desplegar sus alas sino que logre también echar raíces.
Es claro que no hay una única respuesta a la pregunta sobre la paz duradera. En esto, como en cualquier empresa humana, carecemos de recetas infalibles. La paz es un impulso dinámico, vivo en el más enérgico sentido de la palabra, y por eso es inconcluso y progresivo. Lo que nos enseñan procesos como el de Irlanda del Norte, como el de Suráfrica, como el de Bosnia y Herzegovina, como el de Centroamérica, es que la paz no es la obra de héroes ni titanes, sino de hombres y mujeres imperfectos, luchando en tiempos difíciles, por un resultado incierto. Y, sin embargo, les garantizo que hay lecciones que pueden arrojar luz sobre el conflicto colombiano.
Primero, una paz duradera requiere de la voluntad para hacer concesiones. Me refiero a lo que en inglés se dice compromise y que, contrario a lo que uno intuye, difiere de la palabra “compromiso” en castellano. Compromising implica la capacidad de deponer posturas, de modificar posiciones, de ser flexible en los objetivos intermedios a fin de alcanzar el objetivo último. Hacer concesiones puede ser doloroso y políticamente problemático. La opinión pública tiende a estar en contra de ceder terreno frente al adversario. Con demasiada frecuencia, las negociaciones se plantean como juegos de suma cero, en donde una parte gana y otra pierde la totalidad del botín. En la realidad, un proceso de paz sólo puede ser exitoso en la medida en que ambos bandos ganen y ambos bandos pierdan. Quiero enfatizar esto: la única paz posible es una paz con concesiones.
Esto es importante porque, si queremos respaldar el proceso de negociación, debemos respaldar también las decisiones que adoptan y las concesiones que acuerdan los representantes de ambas partes. Esto requiere de mucha madurez y sobriedad de carácter. Requiere de la capacidad de abandonar una idea inalcanzable a cambio de una realidad factible. Requiere de un cambio de paradigma: en lugar de enfocarnos en lo máximo que quisiéramos obtener, debemos enfocarnos en lo mínimo que podemos aceptar.
Quizás la concesión más difícil sea la relativa al balance entre la justicia y el perdón. Ambos valores resuenan en el diapasón de nuestro espíritu. Ambos valores han sido grabados en monumentos y frontispicios, en constituciones y discursos. Ambos valores son fundamentales para la vida en sociedad. Sin embargo, todo negociador de paz sabe que un acuerdo implica un equilibrio entre el reconocimiento a los horrores cometidos y el señalamiento de los responsables, y el riesgo de que el impulso por otorgar castigo se convierta en un obstáculo para lograr el fin de la guerra. Por duro que parezca, una sociedad en guerra eventualmente debe elegir entre sancionar el pasado o habilitar el futuro. Siempre habrá quienes digan que la impunidad es incompatible con la paz. Y llevan algo de razón. Los acuerdos de paz que se han registrado en la historia combinan, en distintas proporciones, un grado de sanción con un grado de amnistía. El punto es que cierto grado de perdón es intrínseco al proceso de negociación, por el solo hecho de que es irracional pedirle a un actor que acceda a condiciones que únicamente lo perjudican.
Este es el punto central en materia de apoyo popular y el área en que la tarea de persuasión es más delicada. Repito que únicamente los colombianos pueden decidir cuáles condiciones resultan aceptables, pero también creo que hay una labor muy profunda de reflexión que debe anteceder a esa decisión. He visto encuestas que proveen una visión muy conservadora del respaldo del pueblo colombiano a los resultados de La Habana. No quisiera que los esfuerzos de esta negociación, que ha tomado años, naufraguen ante una aspiración de castigo que, con o sin acuerdos de paz, difícilmente será satisfecha. No hay nada más legítimo que la ira que ocasiona la muerte de inocentes. No hay nada más genuino que el dolor de cientos de miles de víctimas. Hay que encontrar una manera de honrar ese dolor, de responder a esa ira, sin perder la oportunidad de la paz.
Y es que la oportunidad es limitada. Muchas veces he dicho que la paz no es fruto de la impaciencia. Pero mucho menos es fruto del perfeccionismo y la postergación. Las partes deben sentir que tienen tiempo para decidir, pero que ese tiempo tiene términos. El conflicto centroamericano nos enseñó la importancia de aprovechar el moméntum. La atención del mundo es breve, los recursos son escasos y otras prioridades compiten siempre con los esfuerzos por alcanzar la paz. Muchas de las discusiones que previenen la firma de un acuerdo son, en realidad, discusiones de implementación. Lo cual me lleva al segundo punto que hoy quería mencionarles: una paz duradera es una paz fundada sobre el desarrollo humano.
Nadie mejor que ustedes sabe que la guerra ocurre en un contexto. La violencia se alimenta de la pobreza, de la inequidad, de la falta de oportunidades, de la marginalización. El éxito de un acuerdo de paz depende de un proyecto de desarrollo que reciba todo el respaldo nacional e internacional. Centroamérica ofrece un ejemplo esclarecedor.
Como muchos de ustedes saben, Costa Rica tomó la decisión de abolir sus fuerzas armadas en 1948. Casi 70 años después, esa decisión continúa siendo radical según los estándares mundiales, pero nos permitió invertir en el desarrollo humano de nuestro pueblo y alcanzar niveles de salud, educación y cultura que jamás hubieran sido posibles con prioridades distintas. Sé que, lastimosamente, la gran mayoría de países no están aún listos para abolir sus ejércitos. Sin embargo, el caso de Costa Rica demuestra el retorno que un país obtiene de invertir en la paz. Los dividendos de la paz se miden en escuelas, hospitales y parques nacionales. Se miden en trabajo, en comercio y en certeza jurídica. Se miden en libertades civiles, en administración de justicia y en institucionalidad democrática. Aún cuando los colombianos decidan mantener determinado nivel de gasto militar, hoy quiero abogar porque ese gasto no subvierta el gasto social. Al final del día, un alto desarrollo humano es la mejor política de seguridad nacional.
Si el caso de Costa Rica no es suficiente para demostrarlo, quizás valga la pena estudiar el resto de la región centroamericana, en particular en el triángulo norte. Los gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala realizaron múltiples esfuerzos por implementar los acuerdos de paz en la década de los 90, pero mantuvieron niveles de inversión social bajos, cargas fiscales escuálidas y políticas redistributivas tímidas, cuando no inexistentes. El resultado son tasas de violencias casi tan dramáticas como las que padecieron durante la era del conflicto armado. Es cierto que Panamá, Costa Rica y Nicaragua luchan también con la presencia de pandillas y el crimen organizado, pero jamás en la escala que aqueja a los demás países centroamericanos. Aquí hay una lección que espero que seamos capaces de entender: para cientos de miles de colombianos, la paz sólo puede venir en la forma de pan, medicinas y carreteras. En particular en las zonas rurales, la paz en el largo plazo depende de la inversión social, mucho más que de los detalles de un potencial acuerdo en La Habana.
La gran paradoja es que, una vez que se alcanza la paz, la comunidad internacional tiende a castigar el éxito con menos atención y menores recursos. Nosotros lo vivimos en Centroamérica. Luego de que la ayuda internacional lloviera durante los años de la guerra civil, prácticamente se extinguió una vez que alcanzamos la paz. De ahí que es importante programar desde ahora un plan de cooperación que no sólo ayude en la logística de la paz inmediata, sino que se comprometa a acompañar a Colombia en la construcción de una paz duradera. Desde el día en que se firme un acuerdo y durante décadas, es necesario concebir la paz como un proyecto de largo aliento, sostenido sobre el desarrollo y sobre la creación de oportunidades.
El último aspecto que quería mencionar es la construcción de una cultura de paz en nuestras sociedades. Martin Luther King Jr. habló alguna vez del “sencillo arte de vivir como hermanos”. Coincido con el gran líder del movimiento por los derechos civiles de la comunidad afroamericana en que el arte de vivir en sociedad es sencillo, pero eso no quiere decir que sea fácil. Por el contrario, requiere de una valentía de plomo, un tipo de valentía diferente a la de los soldados en el campo de batalla. No hablo del valor para tomar las armas, sino para abandonarlas. Hablo del valor para escoger el duro camino de la tolerancia y no el rápido descenso a la violencia. Hablo del valor para cambiar la retórica combativa, la retórica de los enemigos y de las victorias; por la mesurada retórica del diálogo, de los adversarios y de los acuerdos.
Cambiar una cultura de guerra por una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una educación masiva en que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los padres de familia. No podemos formar las generaciones que sostendrán la paz duradera si no formamos pacificistas. En el mundo que los estudiantes de hoy heredarán, la cooperación entre las naciones y entre los individuos será un requisito para la supervivencia. Por eso debemos formar seres humanos que entiendan la paz como la máxima expresión de sofisticación: no como la concesión de los débiles, sino como el logro último de los valerosos. En lugar de admirar los contornos de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar las condiciones de un acuerdo político. En lugar de celebrar las estrategias militares, deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas alturas es obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No necesitamos más guerreros, sino mejores ciudadanos.
En toda la región latinoamericana observamos un fenómeno preocupante de desafección política, en particular entre los más jóvenes. Hay un descontento generalizado con el sistema de partidos y una convicción de que las élites políticas son corruptas, ineficientes y prescindibles. Hoy que tengo el honor de visitar un campus universitario quiero decirles que la indiferencia es el peor pecado de un ciudadano. Si algo significa vivir en democracia, es asumir una responsabilidad. La responsabilidad por el destino colectivo, que se forja con la política y desde la política. Hace veintisiete años, en la campaña electoral previa a mi primera Administración, yo ofrecí paz para Centroamérica. Prometí conservar la neutralidad costarricense y negociar un acuerdo entre los presidentes centroamericanos. Gané las elecciones por el voto joven y fueron también los jóvenes quienes más me apoyaron durante los largos meses de negociación del Plan de Paz. Fueron los universitarios costarricenses, centroamericanos y de todo el mundo, los que me dieron fuerzas para seguir luchando. Por su participación política, ellos cambiaron la historia. Aquellos jóvenes son tan responsables de la paz en Centroamérica como lo fuimos los presidentes de la región.
La paz implica un compromiso ciudadano, enteramente político. Una paz duradera no vendrá de la desafección democrática, sino del compromiso ciudadano. No vendrá de la indiferencia ante el destino de nuestros pueblos, sino de la plena participación en la configuración de ese destino.

Amigas y amigos:

El psicólogo Steven Pinker, profesor e investigador en la Universidad de Harvard, publicó recientemente el resultado de décadas de estudio, argumentando que la humanidad se ha vuelto progresivamente menos violenta a lo largo de los siglos. El libro de Pinker se suma a un debate tan antiguo como la historia humana, sobre si nuestro estado natural es la guerra, como argumentaba Hobbes, o la armonía, como argumentaba Rousseau. 

Aunque no estemos conscientes de ello, esta discusión descansa en el fondo de todo conflicto armado. Es común que una parte considere que la otra parte es, sencillamente, incapaz de dejar de matar. Es común que un bando perciba que el otro bando es, por naturaleza, malévolo. Pero no hay destino escrito para los seres humanos, no importa a cuál grupo pertenezcan. No hay futuro inevitable. Incluso si nuestro impulso bélico fuera natural, incluso si lleváramos en nuestro código genético la propensión a agredir y a dañar, no debemos olvidar que el rasgo distintivo de nuestra especie, la característica que nos separa de los monstruos y de las bestias, es la capacidad de superar nuestros peores instintos. Somos capaces de alentar los mejores ángeles de nuestra naturaleza y construir sociedades en donde sea posible aspirar a la felicidad.

Lo he dicho muchas veces y lo creo hoy más que nunca: ha llegado la hora de la paz en Colombia. Ha llegado el fin del diluvio. Aunque un océano interminable se extienda hasta el final del horizonte, aunque los nubarrones oculten los vestigios del arcoíris, un olivo crece más allá, en una isla del Caribe. Ojalá este pueblo sepa tornar su vista a la alborada. Ojalá se aferre, como Noé, al borde del arca, sostenido con la fe de un futuro mejor y la promesa de una nueva alianza, una alianza con la vida, con el desarrollo, con la libertad, con la democracia. Una alianza con la paz, la paz sin descanso, la paz duradera.

Muchas gracias.


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