En un momento tan álgido en nuestro proceso de paz, realmente construye
no hablar de bandos, sino, de futuro. En el mensaje de hoy para la escuela
virtual de padres, queremos compartirles la reflexión que hace el Premio Nobel
de la Paz y expresidente de Costa Rica, Oscar Arias. En el marco de la
reflexión sobre la paz en Colombia, que se realizó el pasado 24 de febrero en
la Universidad del Rosario, el Premio Nobel comparte su posición frente al proceso
de paz en Colombia, enmarcado en el dilema “Sancionar el pasado o habilitar el
futuro”. Independiente de la posición política que podamos tener frente al
proceso de paz en Colombia, consideramos imperativo trabajar sobre la
conciencia, de que la paz no se consolida con la firma de unos representantes
en la Habana, sino con el compromiso de cambiar una cultura de guerra por una
de paz, que los acuerdos logrados en el proceso de paz deben estar acompañados
de que todos somos formadores y que como lo manifiesta el mismo Arias “debemos
formar seres humanos que entiendan la paz como la máxima expresión de
sofisticación: no como la concesión de los débiles, sino como el logro último
de los valerosos. En lugar de admirar los contornos de un avión de caza,
deberíamos enseñarles a admirar las condiciones de un acuerdo político. En
lugar de celebrar las estrategias militares, deberíamos enseñarles técnicas de
negociación. Creo que a estas alturas es obvio que no necesitamos más soldados,
sino más emprendedores. No necesitamos más guerreros, sino mejores
ciudadanos.
Discurso completo a continuación.
SANCIONAR EL
PASADO O HABILITAR EL FUTURO
Por Óscar Arias
Expresidente de
Costar Rica – Premio Nobel de Paz
Cambiar una
cultura de guerra por una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una
educación masiva en que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los
padres de familia. No podemos formar las generaciones que sostendrán la paz
duradera si no formamos pacificistas. En el mundo que los estudiantes de hoy
heredarán, la cooperación entre las naciones y entre los individuos será un
requisito para la supervivencia. Por eso debemos formar seres humanos que
entiendan la paz como la máxima expresión de sofisticación: no como la
concesión de los débiles, sino como el logro último de los valerosos. En lugar
de admirar los contornos de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar
las condiciones de un acuerdo político. En lugar de celebrar las estrategias
militares, deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas
alturas es obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No
necesitamos más guerreros, sino mejores ciudadanos.
Amigas y amigos:
Existen múltiples versiones del
mito del diluvio, a través de los credos y las civilizaciones. Hay variaciones
en la razón que ocasiona la ira de los dioses y acarrea el castigo de la
humanidad; variaciones en la construcción del arca y en la duración de la
inundación; variaciones en la extensión del daño y en la formulación de la
alianza. Pero en el centro de la historia, en el corazón de un relato que ha
sobrevivido milenios, está la imagen de un hombre, de un ser como cualquier
otro, esperando pacientemente una señal de vida.
En la oscuridad de un océano sin
límites, en la desolación profunda, en el vacío que la duda invade como una
densa bruma, aquel hombre otea el horizonte sostenido por su fe inquebrantable.
Ese es el momento crucial de la historia, ya sea en el poema épico de
Gilgamesh, en Mesopotamia; en las tradiciones védicas de Manu, en el hinduismo;
o en la maravillosa epopeya de Noé, en las religiones abrahámicas. Ese momento
en donde no hay certezas, en donde la evidencia apunta al fracaso, en donde los
escépticos y los fatalistas se deleitan en formular sus umbrías sentencias, y
en donde el héroe, a pesar de los augurios, confía y espera. Ahí se evidencia
el carácter de una persona y de un pueblo: en esa vigilia en donde aún no llega
el olivo y la incredulidad socava el anhelo.
Colombia es hoy como un Noé aferrado a la proa del arca. Un país en espera de una señal, cansado del diluvio y del estrago, pero al mismo tiempo asediado por el pesimismo de quienes desconfían del éxito de las conversaciones en La Habana. He venido aquí porque conozco los desafíos de la paz; porque sé que los acuerdos que ponen fin a la violencia tienen siempre aliados y detractores; y porque he comprobado que, en toda negociación hay voces que alimentan la fe y voces que siembran la desesperanza.
Hay quienes
consideran que las negociaciones de paz son una expresión de ingenuidad, que no
hay acuerdo posible con los agresores y que la única salida realista es
apostarle al exterminio de las fuerzas enemigas. Hay quienes creen que es un
error extender la mano a grupos que han incumplido acuerdos alcanzados en el
pasado. Hay quienes sostienen que un cese al fuego sólo es deseable bajo
ciertas condiciones. Yo entiendo su posición. Entiendo su temor a tranzar con
bandos que, durante décadas, han teñido de luto a un país entero. Entiendo que
es difícil vislumbrar un puente que acerque dos posiciones tan dramáticamente
opuestas. Pero yo les aseguro que no son los primeros, y probablemente no serán
los últimos, en sentirse de esa manera. Todo conflicto armado que ha sido
resuelto a través de la negociación y la diplomacia se encontró, en algún
momento, exactamente donde se encuentra hoy Colombia, vacilando entre el
respaldo y el recelo. Hoy quiero decirles, con todo el poder de mi convicción,
que la paz es preferible a cualquier alternativa.
Estoy
consciente de que soy un extranjero en esta tierra. Sé bien que no he sufrido
las terribles heridas de este conflicto. Sé bien que al pronunciar estas
palabras tomo partido en un debate que sólo pueden resolver los propios
colombianos. Pero confío en que mis palabras serán recibidas como lo que son:
la opinión de un amigo que ha sido partícipe y testigo de múltiples procesos de
paz y que ha aprendido que, más allá de los acuerdos específicos, el único
elemento indispensable para poner fin a una guerra es querer la paz sobre
cualquier otra presea.
No dudo que
la gran mayoría de quienes vacilan ante un potencial acuerdo de paz en La
Habana actúan de buena fe. Sería necio pretender que únicamente un bando tiene
la razón absoluta en este debate, o que algunos exhiben toda la visión y otros
padecen toda la miopía. Cuando negociábamos la paz en Centroamérica, mi
gobierno debió enfrentar oposición no sólo de las dos grandes superpotencias de
la Guerra Fría, empeñadas en demostrar su poderío en nuestro territorio, sino
también a lo interno de las repúblicas centroamericanas. No había día en que no
hubiera un editorial, una entrevista, un programa, un titular que advirtiera
sobre los riesgos del Plan de Paz o sobre su inminente fracaso. En esto quizás
somos presa de la falacia del historiador, de la tendencia a analizar eventos
que ocurrieron en el pasado con la información de la que disponemos en el
presente. En retrospectiva, parece obvio que los Acuerdos de Esquipulas II serían
el inicio del fin de la guerra en Centroamérica. Pero yo les garantizo que, en
su momento, muchos nos tacharon de ilusos y de tontos.
Vendrá el
día en que las negociaciones de La Habana se estudiarán en las clases de
historia. Vendrá el día en que se evaluará la postura de todos los que
favorecieron u obstaculizaron este proceso. Y en ese día la paz en Colombia
parecerá un resultado inevitable. Cuando finalmente acabe este conflicto, será
difícil entender el debate que estamos teniendo hoy. Para alcanzar ese día, sin
embargo, para inscribir este episodio en los libros de historia, es necesario
garantizar una paz duradera, una paz irreversible, una paz que, parafraseando a
Octavio Paz, no sólo logre desplegar sus alas sino que logre también echar raíces.
Es claro que
no hay una única respuesta a la pregunta sobre la paz duradera. En esto, como
en cualquier empresa humana, carecemos de recetas infalibles. La paz es un
impulso dinámico, vivo en el más enérgico sentido de la palabra, y por eso es
inconcluso y progresivo. Lo que nos enseñan procesos como el de Irlanda del
Norte, como el de Suráfrica, como el de Bosnia y Herzegovina, como el de
Centroamérica, es que la paz no es la obra de héroes ni titanes, sino de
hombres y mujeres imperfectos, luchando en tiempos difíciles, por un resultado
incierto. Y, sin embargo, les garantizo que hay lecciones que pueden arrojar
luz sobre el conflicto colombiano.
Primero, una
paz duradera requiere de la voluntad para hacer concesiones. Me refiero a lo
que en inglés se dice compromise y que, contrario a lo que uno intuye, difiere
de la palabra “compromiso” en castellano. Compromising implica la capacidad de
deponer posturas, de modificar posiciones, de ser flexible en los objetivos
intermedios a fin de alcanzar el objetivo último. Hacer concesiones puede ser
doloroso y políticamente problemático. La opinión pública tiende a estar en
contra de ceder terreno frente al adversario. Con demasiada frecuencia, las
negociaciones se plantean como juegos de suma cero, en donde una parte gana y
otra pierde la totalidad del botín. En la realidad, un proceso de paz sólo
puede ser exitoso en la medida en que ambos bandos ganen y ambos bandos
pierdan. Quiero enfatizar esto: la única paz posible es una paz con
concesiones.
Esto es
importante porque, si queremos respaldar el proceso de negociación, debemos
respaldar también las decisiones que adoptan y las concesiones que acuerdan los
representantes de ambas partes. Esto requiere de mucha madurez y sobriedad de
carácter. Requiere de la capacidad de abandonar una idea inalcanzable a cambio
de una realidad factible. Requiere de un cambio de paradigma: en lugar de
enfocarnos en lo máximo que quisiéramos obtener, debemos enfocarnos en lo
mínimo que podemos aceptar.
Quizás la
concesión más difícil sea la relativa al balance entre la justicia y el perdón.
Ambos valores resuenan en el diapasón de nuestro espíritu. Ambos valores han
sido grabados en monumentos y frontispicios, en constituciones y discursos.
Ambos valores son fundamentales para la vida en sociedad. Sin embargo, todo
negociador de paz sabe que un acuerdo implica un equilibrio entre el
reconocimiento a los horrores cometidos y el señalamiento de los responsables,
y el riesgo de que el impulso por otorgar castigo se convierta en un obstáculo
para lograr el fin de la guerra. Por duro que parezca, una sociedad en guerra
eventualmente debe elegir entre sancionar el pasado o habilitar el futuro.
Siempre habrá quienes digan que la impunidad es incompatible con la paz. Y
llevan algo de razón. Los acuerdos de paz que se han registrado en la historia
combinan, en distintas proporciones, un grado de sanción con un grado de
amnistía. El punto es que cierto grado de perdón es intrínseco al proceso de
negociación, por el solo hecho de que es irracional pedirle a un actor que
acceda a condiciones que únicamente lo perjudican.
Este es el
punto central en materia de apoyo popular y el área en que la tarea de
persuasión es más delicada. Repito que únicamente los colombianos pueden
decidir cuáles condiciones resultan aceptables, pero también creo que hay una
labor muy profunda de reflexión que debe anteceder a esa decisión. He visto
encuestas que proveen una visión muy conservadora del respaldo del pueblo
colombiano a los resultados de La Habana. No quisiera que los esfuerzos de esta
negociación, que ha tomado años, naufraguen ante una aspiración de castigo que,
con o sin acuerdos de paz, difícilmente será satisfecha. No hay nada más
legítimo que la ira que ocasiona la muerte de inocentes. No hay nada más genuino
que el dolor de cientos de miles de víctimas. Hay que encontrar una manera de
honrar ese dolor, de responder a esa ira, sin perder la oportunidad de la paz.
Y es que la
oportunidad es limitada. Muchas veces he dicho que la paz no es fruto de la
impaciencia. Pero mucho menos es fruto del perfeccionismo y la postergación.
Las partes deben sentir que tienen tiempo para decidir, pero que ese tiempo
tiene términos. El conflicto centroamericano nos enseñó la importancia de
aprovechar el moméntum. La atención del mundo es breve, los recursos son
escasos y otras prioridades compiten siempre con los esfuerzos por alcanzar la
paz. Muchas de las discusiones que previenen la firma de un acuerdo son, en
realidad, discusiones de implementación. Lo cual me lleva al segundo punto que
hoy quería mencionarles: una paz duradera es una paz fundada sobre el
desarrollo humano.
Nadie mejor que ustedes sabe que la guerra ocurre en un contexto. La violencia se alimenta de la pobreza, de la inequidad, de la falta de oportunidades, de la marginalización. El éxito de un acuerdo de paz depende de un proyecto de desarrollo que reciba todo el respaldo nacional e internacional. Centroamérica ofrece un ejemplo esclarecedor.
Nadie mejor que ustedes sabe que la guerra ocurre en un contexto. La violencia se alimenta de la pobreza, de la inequidad, de la falta de oportunidades, de la marginalización. El éxito de un acuerdo de paz depende de un proyecto de desarrollo que reciba todo el respaldo nacional e internacional. Centroamérica ofrece un ejemplo esclarecedor.
Como muchos
de ustedes saben, Costa Rica tomó la decisión de abolir sus fuerzas armadas en
1948. Casi 70 años después, esa decisión continúa siendo radical según los
estándares mundiales, pero nos permitió invertir en el desarrollo humano de
nuestro pueblo y alcanzar niveles de salud, educación y cultura que jamás hubieran
sido posibles con prioridades distintas. Sé que, lastimosamente, la gran
mayoría de países no están aún listos para abolir sus ejércitos. Sin embargo,
el caso de Costa Rica demuestra el retorno que un país obtiene de invertir en
la paz. Los dividendos de la paz se miden en escuelas, hospitales y parques
nacionales. Se miden en trabajo, en comercio y en certeza jurídica. Se miden en
libertades civiles, en administración de justicia y en institucionalidad
democrática. Aún cuando los colombianos decidan mantener determinado nivel de
gasto militar, hoy quiero abogar porque ese gasto no subvierta el gasto social.
Al final del día, un alto desarrollo humano es la mejor política de seguridad
nacional.
Si el caso
de Costa Rica no es suficiente para demostrarlo, quizás valga la pena estudiar
el resto de la región centroamericana, en particular en el triángulo norte. Los
gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala realizaron múltiples esfuerzos
por implementar los acuerdos de paz en la década de los 90, pero mantuvieron
niveles de inversión social bajos, cargas fiscales escuálidas y políticas
redistributivas tímidas, cuando no inexistentes. El resultado son tasas de
violencias casi tan dramáticas como las que padecieron durante la era del
conflicto armado. Es cierto que Panamá, Costa Rica y Nicaragua luchan también
con la presencia de pandillas y el crimen organizado, pero jamás en la escala
que aqueja a los demás países centroamericanos. Aquí hay una lección que espero
que seamos capaces de entender: para cientos de miles de colombianos, la paz
sólo puede venir en la forma de pan, medicinas y carreteras. En particular en
las zonas rurales, la paz en el largo plazo depende de la inversión social,
mucho más que de los detalles de un potencial acuerdo en La Habana.
La gran
paradoja es que, una vez que se alcanza la paz, la comunidad internacional
tiende a castigar el éxito con menos atención y menores recursos. Nosotros lo
vivimos en Centroamérica. Luego de que la ayuda internacional lloviera durante
los años de la guerra civil, prácticamente se extinguió una vez que alcanzamos
la paz. De ahí que es importante programar desde ahora un plan de cooperación
que no sólo ayude en la logística de la paz inmediata, sino que se comprometa a
acompañar a Colombia en la construcción de una paz duradera. Desde el día en
que se firme un acuerdo y durante décadas, es necesario concebir la paz como un
proyecto de largo aliento, sostenido sobre el desarrollo y sobre la creación de
oportunidades.
El último
aspecto que quería mencionar es la construcción de una cultura de paz en
nuestras sociedades. Martin Luther King Jr. habló alguna vez del “sencillo arte
de vivir como hermanos”. Coincido con el gran líder del movimiento por los
derechos civiles de la comunidad afroamericana en que el arte de vivir en
sociedad es sencillo, pero eso no quiere decir que sea fácil. Por el contrario,
requiere de una valentía de plomo, un tipo de valentía diferente a la de los
soldados en el campo de batalla. No hablo del valor para tomar las armas, sino
para abandonarlas. Hablo del valor para escoger el duro camino de la tolerancia
y no el rápido descenso a la violencia. Hablo del valor para cambiar la
retórica combativa, la retórica de los enemigos y de las victorias; por la
mesurada retórica del diálogo, de los adversarios y de los acuerdos.
Cambiar una
cultura de guerra por una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una
educación masiva en que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los
padres de familia. No podemos formar las generaciones que sostendrán la paz
duradera si no formamos pacificistas. En el mundo que los estudiantes de hoy
heredarán, la cooperación entre las naciones y entre los individuos será un
requisito para la supervivencia. Por eso debemos formar seres humanos que entiendan
la paz como la máxima expresión de sofisticación: no como la concesión de los
débiles, sino como el logro último de los valerosos. En lugar de admirar los
contornos de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar las condiciones
de un acuerdo político. En lugar de celebrar las estrategias militares,
deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas alturas es
obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No necesitamos
más guerreros, sino mejores ciudadanos.
En toda la
región latinoamericana observamos un fenómeno preocupante de desafección
política, en particular entre los más jóvenes. Hay un descontento generalizado
con el sistema de partidos y una convicción de que las élites políticas son
corruptas, ineficientes y prescindibles. Hoy que tengo el honor de visitar un
campus universitario quiero decirles que la indiferencia es el peor pecado de
un ciudadano. Si algo significa vivir en democracia, es asumir una
responsabilidad. La responsabilidad por el destino colectivo, que se forja con
la política y desde la política. Hace veintisiete años, en la campaña electoral
previa a mi primera Administración, yo ofrecí paz para Centroamérica. Prometí
conservar la neutralidad costarricense y negociar un acuerdo entre los presidentes
centroamericanos. Gané las elecciones por el voto joven y fueron también los
jóvenes quienes más me apoyaron durante los largos meses de negociación del
Plan de Paz. Fueron los universitarios costarricenses, centroamericanos y de
todo el mundo, los que me dieron fuerzas para seguir luchando. Por su
participación política, ellos cambiaron la historia. Aquellos jóvenes son tan
responsables de la paz en Centroamérica como lo fuimos los presidentes de la
región.
La paz implica un compromiso
ciudadano, enteramente político. Una paz duradera no vendrá de la desafección
democrática, sino del compromiso ciudadano. No vendrá de la indiferencia ante
el destino de nuestros pueblos, sino de la plena participación en la
configuración de ese destino.
Amigas y amigos:
El psicólogo Steven Pinker,
profesor e investigador en la Universidad de Harvard, publicó recientemente el
resultado de décadas de estudio, argumentando que la humanidad se ha vuelto
progresivamente menos violenta a lo largo de los siglos. El libro de Pinker se
suma a un debate tan antiguo como la historia humana, sobre si nuestro estado
natural es la guerra, como argumentaba Hobbes, o la armonía, como argumentaba
Rousseau.
Aunque no estemos conscientes de
ello, esta discusión descansa en el fondo de todo conflicto armado. Es común
que una parte considere que la otra parte es, sencillamente, incapaz de dejar
de matar. Es común que un bando perciba que el otro bando es, por naturaleza,
malévolo. Pero no hay destino escrito para los seres humanos, no importa a cuál
grupo pertenezcan. No hay futuro inevitable. Incluso si nuestro impulso bélico
fuera natural, incluso si lleváramos en nuestro código genético la propensión a
agredir y a dañar, no debemos olvidar que el rasgo distintivo de nuestra
especie, la característica que nos separa de los monstruos y de las bestias, es
la capacidad de superar nuestros peores instintos. Somos capaces de alentar los
mejores ángeles de nuestra naturaleza y construir sociedades en donde sea
posible aspirar a la felicidad.
Lo he dicho muchas veces y lo creo hoy más que nunca: ha llegado la hora de la paz en Colombia. Ha llegado el fin del diluvio. Aunque un océano interminable se extienda hasta el final del horizonte, aunque los nubarrones oculten los vestigios del arcoíris, un olivo crece más allá, en una isla del Caribe. Ojalá este pueblo sepa tornar su vista a la alborada. Ojalá se aferre, como Noé, al borde del arca, sostenido con la fe de un futuro mejor y la promesa de una nueva alianza, una alianza con la vida, con el desarrollo, con la libertad, con la democracia. Una alianza con la paz, la paz sin descanso, la paz duradera.
Muchas gracias.
Que buen discurso, muchas gracias!
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